El Día de la Coneja

La tarde era excelente y el Parque Viveros estaba a reventar de gente; el sol brillaba majestuoso y corría una ligera brisa. Hacía el calor preciso; ese típico calor del norte de México; ese único en la frontera; ese calor seco que pertenece exclusivamente a la ciudad de Nuevo Laredo. Ni mucho ni poco, sino el grado justo; el que te hace sudar un poquito, sólo lo suficiente para humedecerte la piel y volverte sensible a la fresca caricia del viento. Ese calor perfecto que hace que la cerveza sepa más sabrosa.
En el asador, la carne entonaba su canto seductor, ese exquisito gorgoteo de sus jugos al bullir. A su voz se unía el murmullo de la muchedumbre y la risa de miles de niños que corrían por doquier reventándose en las cabezas cascarones de huevo rellenos de confeti. Y por supuesto, no podía faltar en aquella orquesta el saxofón de Fito Olivares y La Pura Sabrosura; una compilación con lo mejor de su repertorio manaba de las bocinas de un minicomponente Samsung recién compradito en la tienda Coppel.