Gajes del oficio

A su espalda, el cadáver emitió un extraño sonido; una especie de exhalación sostenida que erizó cada uno de los vellos corporales de Noé. Sus manos en torno a la escoba comenzaron a temblar ligeramente y fue necesario reunir mucho valor antes de animarse a voltear.
Nada. Aparentemente todo en orden. Silencio y nada más en aquel frio sótano repleto de barriles, frascos y raros aparatos. Sobre la plancha de metal, sin ningún cambio de como lo vio la última vez, yacía el cuerpo desnudo de un hombre. Le calculaba unos cincuenta y tantos por las arrugas y su cabello cenizo; mostraba algo de sobrepeso y por la naturaleza de los tatuajes en sus brazos dedujo que quizá había pasado alguna temporada o dos en algún exclusivo resort de máxima seguridad. Noé no sabía qué le causaba más grima, si los negros hematomas en torno al cuello, la cara hinchada, la lengua morada y abultada, o bien la horrible incisión en forma de “Y” en el tronco. Era la primera vez en sus veintiséis años de vida que veía un cadáver en esas condiciones. Había visto, desde luego, algunas personas dentro de ataúdes, pero nada como aquello.

Repentinamente le vino una idea terrible. Era asombroso que no lo hubiera pensado antes, pero Noé nunca fue una persona que destacase por ser de muchas luces. Se le ocurrió de pronto que, si le daban aquel trabajo y eventualmente hacía de éste su oficio, existía la posibilidad de que algún día podría ver sobre la plancha a una persona conocida, o incluso cercana a él. Y no sólo eso, sino que vería a don Julián hacer su trabajo en ese ser querido, o peor aún, él mismo podría verse en la odiosa responsabilidad de ejecutarlo. Sólo de pensarlo se le ponía la carne de gallina. Sin embargo aquello no era más que un punto adicional en su larga lista de cosas que no le gustaban del empleo. Había infinidad de peros que podía agregar, y sí, algunos de ellos tenían que ver con la natural indisposición de estar rodeado de gente muerta; y sí, algunos de ellos tenían que ver con el natural pavor de todo mortal a que le jalasen las patas por la noche. Sin embargo las oportunidades laborales no estaban precisamente a la orden del día.
Por otra parte, debía pensar en Amelia; en sus ojos abnegados y su sonrisa forzada que insistía que todo estaba bien, que las cosas mejorarían, que Dios aprieta pero no ahorca. Y debía pensar en Carlitos, el principal motor de su voluntad. Nunca olvidará aquella tarde cuando, volviendo del mercado, su hijo dejó caer por accidente la bolsa con los huevos. Lo primero que Noé sintió fue ira y tuvo que contener el impulso de dar tremendo zape al infante de ocho años; pero luego, al ver cómo éste reía a carcajadas, cómo se divertía, cómo era feliz por un momento, ajeno a la dura realidad por la que atravesaba su familia, ajeno a que gracias a su descuido ya no desayunaría esa mañana, Noé no pudo evitar que sus ojos se tornaran vidriosos. “Cómo quisiera reírme contigo”, pensó mientras miraba al niño y por mucho que lo intentó, no consiguió siquiera fingir una sonrisa. Se prometió a sí mismo que algún día compraría una canasta de huevos sólo para romperlos junto a su hijo.
Noé decidió (se obligó a decidir) que el extraño sonido que creyó haber escuchado fue sólo una figuración suya, una mala jugada de su imaginación por estar en tan mórbido lugar y en tan macabra compañía, o tal vez por la prolongada exposición a ese aroma a formol que inundaba el recinto. Dio la espalda al cadáver y volvió a su labor de limpieza. Obtener el trabajo debía ser la única cosa en su mente.
Y en eso estaba, incluso se disponía a silbar una melodía de moda, cuando se produjo un nuevo ruido y esta vez no había lugar para la duda. Al principio Noé pensó que se trataba de un globo que se desinflaba lentamente por un pequeño orificio, emitiendo un agudo chillido, pero no, era otro sonido igualmente familiar. Uno que en cualquier otra circunstancia le habría producido un ataque de risa: un pedo.
Supo de inmediato de dónde provenía y giró en esa dirección. Un nauseabundo aroma confirmó lo sospechado, sólo que el hedor era infinitamente peor al de cualquier flatulencia que jamás hubiese olido en su vida. Más que una reacción inconsciente, se convirtió en acto de supervivencia llevarse la mano a la nariz y apretarla con fuerza para evitar que aquellas antisépticas partículas llegasen a sus pulmones. Aún no acababa de asimilar lo ocurrido cuando con sus propios ojos vio la boca del difunto dilatarse y emitir un sonoro y prolongado eructo. La escoba cayó al suelo, retrocedió un par de pasos y estuvo a punto de caer; temblaba de pies a cabeza.
–No está pasando, no está pasando, no está pasando… –Se repetía a sí mismo y buscó desesperadamente a su alrededor pistas que le indicaran que todo era un sueño. Pero sabía que no era así, recordaba perfectamente que una hora atrás había entrado por la puerta principal de la funeraria y don Julián, sin siquiera saludarlo, le colocó la escoba en las manos y le dijo que su primera tarea como nuevo aprendiz sería mantener limpia el área de trabajo.
Sí, aquello estaba pasando, tuvo que reconocerlo. Y no sólo eso, sino que comenzaba a ponerse peor, mucho peor. Ante su mirada atónita el cadáver comenzó a moverse. Al principio no quiso creerlo y se cubrió los ojos negándose a observar aquel horror imposible, pero al echar un vistazo entre los dedos, confirmó lo innegable: el cuerpo intentaba erguirse. Un agudo grito escapó de su garganta. Gritó hasta que se le acabó el aire, y cuando el muerto cayó de la plancha, Noé estuvo a punto de desmayarse.
Fue en ese momento que don Julián entró a la habitación alarmado, peguntando qué chingados ocurría ahí. El anciano hombre se acomodó los lentes para observar el cadáver en el suelo, que seguía retorciéndose, para luego mirar al histérico aprendiz hecho un ovillo en una esquina. Tras un gesto de fastidio avanzó hasta Noé, lo puso en pie y dio dos fuertes cachetadas.
–Es normal, es normal, tranquilízate –dijo el embalsamador mientras trataba de calmar al joven que no paraba de señalar al cuerpo en el suelo.
–Pero es que se mueve, don Julián, ¡mírelo!
–Sí, sí, eso hacen a veces. Son los tendones y músculos que se contraen. No te espantes.
–Pero es que se echó un pedo, ¿no lo huele?
El anciano no pudo contener la risa y dio a Noé palmadas en la espalda.
–Acostúmbrate, muchacho. Si quieres dedicarte a esto, acostúmbrate –dijo y luego dio una profunda inhalación como si estuviera respirando el dulce perfume de las flores en una mañana fresca de temprana primavera –Créeme, este aroma es delicioso. Espérate a que les abras la barriga y de mí te vas acordar. Que no te asuste, también esto es normal, los cuerpos generan gases y se les escapan igual que a los vivos. Ven, ayúdame a levantarlo.
Por un instante, Noé lo miró con turbación, pero el semblante de don Julián se endureció y le disparó una advertencia con la mirada: “de esto se trata, si no puedes hacerlo, entonces a volar”. Al joven no le quedó de otra que hacerse de tripas corazón y ayudar al anciano a poner el cadáver de nuevo en la plancha.
–Don Julián, yo le juro que no le voy a quedar mal –dijo Noé tras lavarse las manos con mal simulado asco–. Tampoco le voy a mentir, sí me da ñañaras esto de los muertitos, pero me interesa mucho este trabajo. Usted sabe cómo está la cosa...
–Sí, muchacho, lo sé. Por eso te ofrecí la chamba en primer lugar, porque sé que la necesitas. Pero este no es un oficio como cualquier otro, hace falta tener madera. Te quiero dar la oportunidad, pero si veo que no puedes, me voy a ver en la penosa necesidad de decirte que no y buscar a alguien más.
–Entiendo –dijo el joven con la mirada baja –Voy a echarle ganas, de veras; no se va a arrepentir de contratarme.
–Ojalá así sea. Ojalá. Porqué sí que me hace falta un ayudante. Ya verás que pronto te acostumbras a estos detalles y con el tiempo hasta gusto le vas a hallar.   
El dueño del negocio regresó a su oficina a realizar la contabilidad y Noé volvió a la limpieza del lugar. Los pedos y eructos se repitieron en un par de ocasiones y aunque no dejaron de perturbarlo, consiguió ignorarlos. Incluso, después de un rato alcanzó relativa tranquilidad y hasta comenzó a silbar aquella melodía que traía pegada desde la mañana. Sin embargo, aquella paz no se prolongaría por mucho tiempo.
La limpieza estaba casi lista, comenzaba una segunda etapa de trapeado, cuando escuchó a alguien chistarle directamente en el oído. Fue tan claro e inconfundible que lo primero que pensó fue que se trataba de don Julián jugándole una broma, pero desde luego no era el caso, estaba solo en el sótano. Su mirada se clavó instintivamente en el cadáver sobre la plancha. Su corazón comenzó a acelerarse.
Se trataba de un suicida el hombre sobre la plancha metálica, según le dijo el anciano, aunque no hacía falta la aclaración, las marcas en el cuello hablaban por sí solas. Un suicida ex presidiario, ni más ni menos, dedujo Noé al ver el negro alacrán que trepaba por la morena piel del antebrazo derecho. O tal vez incluso se ahorcó estando en prisión. Pensar en ello era una estupidez, desde luego, y más aún conjeturar; los tatuajes se parecían mucho a los que usan algunas pandillas en los reclusorios, pero eso no significaba nada…
El chistido se repitió y esta vez fue más prolongado, y peor aún, vino acompañado de un ligero empujón en su hombro derecho, como el de alguien buscando pleito. Las piernas de Noé flaquearon, dejó caer el trapeador y tuvo que morderse el labio para evitar gritar de nuevo. No quería volver a molestar a don Julián; no por otra tontería, por más que no fuera una tontería. Tenía la certeza de que antes que pudiera siquiera abrir la boca para explicar lo que pasaba, don Julián lo correría de la funeraria de una patada en el culo. “¡Vámonos de aquí!, ¡A chingar a su madre, maricón!”, casi le escuchó decir. Optó mejor por rezar en voz baja. Pedir al Altísimo por protección en aquellos momentos de tinieblas… y vaya que tinieblas era lo que le aguardaba.
Pese a tener los ojos cerrados se percató de que la luz del recinto repentinamente se extinguió y cortó de tajo su comunicación con lo divino. Abrió los párpados pero el cambio apenas lo notó, frente a él sólo había oscuridad y nada más. De nueva cuenta un grito se gestó en su garganta y de nueva cuenta lo abortó. “Ya sabía que nomás iba a perder el tiempo contigo, si de lejos se te nota lo jotito” escuchó decir al viejo embalsamador en algún lugar de su cerebro. “¡Ay, Noé!, si ya sabes lo mucho que nos hace falta el dinero; pues si no es nada del otro mundo, es un trabajo como cualquiera; ya decía mi madre que eras un bueno para nada”. Aquella voz era la de su esposa, quien jamás le había hablado ni le hablaría de esa manera. “Papá, tengo hambre”. La voz más terrible era la de su hijo. No podía gritar. No debía.
Algo se movió en la oscuridad. No tuvo ninguna duda, supo de inmediato que se trataba del muerto que volvía a hacer de las suyas. Sólo esperaba (rogaba) que se tratase de otra cosa “normal” como había dicho don Julián. Sin embargo, lo potencia sobrehumana que había adquirido su oído o tal vez su excitada imaginación, le sugirieron otra cosa muy distinta. Escuchando pudo ver; la imagen se formó ante sus ojos como iluminada por mil candilejas: las piernas del ex presidiario se deslizaron por la fría superficie de la plancha; los tendones de sus hombros crujieron al sostener sus manos el cuerpo erguido; las nalgas emitieron un sonido parecido al velcro cuando se despegaron de su lecho de metal; un par de pies tiesos cayeron sobre el piso; y aquello… aquello era el incuestionable sonido de lentos pasos en su dirección.
¡No gritaré! ¡No gritaré! ¡No gritaré!
Con manos torpes, Noé buscó en la bolsa de su pantalón su caja de cerillos. A menos de dos metros de distancia, calculaba, la cosa avanzaba hacia él. El primer cerillo escapó predeciblemente de sus dedos, el segundo también, lo mismo un tercero. “Ya decía mi madre que eras un bueno para nada”. El dulzón aroma de la muerte le llegó con fuerza; ahora no sólo escuchaba los pasos, sino también el sonido del aliento al escapar por una boca deforme, obstruida por un pedazo de carne morada que alguna vez había articulado palabras, degustado comida, besado y probablemente invadido otras cavidades. Muy a pesar de sus abortivas intenciones, el grito en su garganta tenía determinación de nacer y comenzaba a escabullirse en la forma de lamento que gradualmente ganaba volumen, y pudo haber degenerado en aullido, de no ser porque consiguió finalmente encender un cerillo en su quinto intento, justo cuando su recién adquirido sexto sentido le indicaba que las yemas de unos dedos helados estaban por tocar su rostro.
Frente a él no había nada. Aunque la isla de luz naranja en torno suyo no tenía mucho alcance, alcanzó a ver que en la plancha, tal como lo había visto la última vez, se hallaba el finado ex presidiario. Su oído ya no captada nada, excepto una risa lejana. Tal vez a muchas calles de distancia, tal vez en otro plano existencial, alguien se burlaba y aunque no tenía manera de saberlo, tuvo la certeza de que el chiste era él.
Pese que en aquel recinto no corría el aire, cubrió con su otra mano la llama del cerillo. El tenue resplandor vibraba junto con su humanidad y con piernas que apenas respondían comenzó a moverse muy despacio hacia la salida, donde estaba el interruptor. Sin embargo no dio un paso cuando alguien a su lado, con un sonoro soplido, lo dejó a oscuras de nuevo.
El alarido se prolongó por varios minutos y ni quiera cuando la luz blanca bañó la habitación, Noé pudo contenerse. Fue necesario que don Julián le diera, por segunda vez en ese día, sendas cachetadas para calmarlo.
–A ver, ¿ahora qué, muchacho?, ¿Ahora qué? –dijo el anciano claramente molesto.
Con dificultad, a causa de sus maltrechos nervios, Noé relató su experiencia, la cual el embalsamador escuchó con atención. El joven pudo ver en su arrugada expresión una creciente exasperación y lamentó al instante haber sucumbido al miedo y peor aún, haber dicho la verdad. Debió haber inventado cualquier cosa, aunque no se le ocurría nada que pudiera justificar tamaño grito. Sospechaba que sus peores temores estaban por cumplirse, acabaría de nuevo en la calle sin un centavo en la bolsa y ningún prospecto de empleo en puerta. Había fallado otra vez.
–¡A ver, tú! –gritó de pronto don Julián, pero no a Noé, sino al cadáver sobre la plancha de metal. –¡Deja de estar chingando y descansa en paz! Como vuelvas a joder, te coceré los ojos y andarás ciego hasta el día del Juicio, ¿me oyes?
El joven aprendiz quedó atónito ante el comportamiento del anciano, quien volteó a verlo con una expresión que le recordó a sus antiguos profesores en la escuela al darle la respuesta a una pregunta relativamente sencilla.
–Háblales siempre con firmeza –dijo don Julián–. Exígeles que te respeten, amenázales si es necesario, pero nunca, escúchame bien, nunca les faltes al respeto; nunca te burles de su condición, menos aún de su vida o de su familia, si no quieres que te jalen las patas en la noche. Créeme, son muy rencorosos.
La quijada de Noé nunca había pesado tanto en su vida, tampoco había experimentado antes la sensación de ser trasgredido en sus más elementales preceptos. Al ver la confusión en su semblante, el dueño de la funeraria le colocó una tranquilizadora mano sobre su hombro. En sus cansados ojos podía leerse claramente: Sí, tristemente también esto es normal.
–Bueno, ahora ya lo sabes –dijo el anciano– Te aconsejo que no lo andes contando, nadie te va a creer; antes te tomarán por loco o algo peor, y eso es malísimo para el negocio. Me sorprende que no hayas salido corriendo; gritaste como niña, pero te quedaste y eso me dice que tienes madera suficiente. O tal vez eso quiero pensar.
»Sí, la verdad es que estoy un poco desesperado por encontrar un ayudante. Considérate contratado, muchacho, si es que aún te interesa el trabajo. Por hoy es todo, vete a casa a descansar, piénsalo bien y mañana hablamos. Ojalá te animes; ya verás que este es un oficio muy bonito, con sus detalles como todos, pero también deja muchas satisfacciones. Y claro, siempre habrá clientes que atender. Sólo hazme el favor de guardar la escoba y el trapeador donde estaban y apaga la luz cuando salgas.
Dicho lo anterior, don Julián abandonó el recinto y volvió a sus tareas. Noé seguía congelado en su misma posición, aun tratando de asimilar lo recién ocurrido. Seguiría el consejo y volvería a casa; en efecto necesitaba tiempo para meditar sobre aquella nueva revelación, sin embargo, no tenía mucho que pensar al respeto de aceptar el trabajo. Noé, que antes había laborado como intendente en una cantina y había limpiado vómito y grafitis de excremento en las paredes de los baños, entendía perfectamente que cada empleo tiene sus singularidades y demandaba ciertos sacrificios. Había una expresión para eso, aunque no la recordaba. Además, tenía una canasta de huevos que comprar.
Acató las órdenes de su nuevo patrón, guardó los enseres de limpieza y apagó la luz. Justo antes de cerrar la puerta del sótano, alcanzó escuchar algo en la oscuridad; una prolongada flatulencia, que más bien le recordó a una risa burlona que de alguna manera le daba la bienvenida. 

4 comentarios:

  1. Un buen trabajo. Tal como están las cosas se lo rifarían... Al fin y al cabo todos los trabajos tienen sus cositas. :D Muy bueno, Carlo!

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  2. Me resultó muy divertido, don Julián tratando de calmar a Noé a punta de cachetadas y la sincera revelación del dueño al tembloroso padre de familia me pareció lo mejor del relato junto con la reacción posterior de éste último. Las flatulencias porst-mortem deben ser veneno puro je je.

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  3. Muy buen cuento. Creaste una escena muy divertida con mucho humor negro y cerraste la historia a la perfección. Me gustaron mucho los personajes. Genial, Carlo.

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  4. Gran relato Carlo. Inseguridad y miedo y las terribles pruebas de Don Julián. Me encanta como describes cada instante, es aterrador. Me encanta la superación de Noé y el final es impresionante. Buenísimo. Un fuerte abrazo

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