La casa de la bruja

Alicia se mordía las uñas mientras observaba la enorme y tétrica casa frente a ella; algo en su interior le decía que estaba cometiendo un terrible error, que debía regresar cuanto antes, pero su curiosidad era infinitamente más poderosa que su prudencia. O tal vez se trataba de algo más. 
Era una niña muy lista para sus doce años y sabía que lejos de que la historia que se contaba sobre aquel lugar fuera cierta, existían muchos otros peligros que corría al estar sola en aquella zona del bosque, tan lejos del suburbio donde habitaba.
Alta, soberbia, intimidante; la casona estilo victoriano se erigía de entre un grupo de árboles muertos, cuyas artríticas ramas se elevaban y apuntaban hacia la construcción, como un grupo de fanáticos religiosos rindiendo pleitesía a su señora, o tal vez pidiéndole clemencia. Tendría dos plantas, además del ático y el sótano, pero era difícil de decir por la extraña disposición de las ventanas. A los lados del imponente tejado a dos aguas, en cuyo centro se abría el terrible ojo de la buhardilla, se alzaban dos techos cónicos que parecían ser los cuernos de aquel monstruo de madera. No obstante su altivez, la casa no era ajena a la crueldad del tiempo, que se hacía manifiesta en lo grisáceo de las escamas contraídas que tenía por tablones y lo corroído de sus pilares y dinteles; infinidad de enredaderas marchitas cubrían la fachada, como venas saltadas en una faz enferma.

En el cielo, un grueso manto de nubes grises negaba toda luz y gracia a la escena, y si bien el clima no prometía precisamente terminar en tormenta, sí adelantaba que no habría más sol por aquel día. El invierno enviaba su segunda o tercera avanzada del año, y en aquella tarde de noviembre, culebras de viento helado mordían a ratos las mejillas de Alicia, que apenas iba abrigada con un delgado suéter rojo.          
Una oxidada verja, también invadida de hiedra seca, la separaba del gran patio que circundaba la casona. Del otro lado, un camino empedrado serpenteaba sobre el piso alfombrado de naturaleza muerta; se habría paso por entre los gruesos troncos, en cuyas cortezas se formaban adustos rostros, para desembocar finalmente en un gran porche repleto de tristes macetas olvidadas a su suerte.
No había candado en la verja o siquiera estaba cerrada, sólo se requería empujarla para entrar. Aquello le extrañó, pues juraría que había visto un gran candado dos días atrás, en la tarde de Halloween, cuando en compañía de un grupo de chicas de su edad habían acudido hasta ese sitio en busca de una aventura.
–¡Vayamos a la casa de la bruja! –propuso aquel día una de las niñas cuyo nombre Alicia no lograba recordar.
–Eso lo hacemos cada año, no hay nada ahí –replicó otra con hastío.
–Es sólo una estúpida casa abandonada. Ya sabemos cómo es –dijo una tercera.
–Alicia no la conoce, es nueva en este barrio –planteó la primera.
–Sí, yo no la conozco y suena genial. ¡Quiero ir! –señaló Alicia y puso punto final a la discusión.
La famosa casa se encontraba a poco más de un kilómetro de distancia de la zona residencial donde las chicas moraban. No muchos años atrás, toda aquella región estuvo completamente despoblada, con excepción de la casa en cuestión, pero la mancha urbana continuaba su expansión como cáncer incurable. El propio suburbio no tenía más de tres años de antigüedad.
Las niñas caminaron por entre las pintorescas calles de jardines impecables y modestos hogares que lucían alegres adornos de Halloween; de vez en cuando se toparon con algún tempranero niño disfrazado de diablo o fantasma. La hora de salir a pedir dulces aún estaba lejana, pero había quiénes no podían esperar al anochecer para vestir su fantástico atuendo. Las chicas avanzaron hasta una parte del barrio donde sólo había casas en construcción; un sitio muy atemorizante con sus calles silenciosas y edificios grises que por ventanas tenían huecos oscuros desde donde alguien podía observarlas sin ellas percatarse. Al final de la última calle, donde el asfalto se convertía en tierra, iniciaba un sendero que se adentraba en el bosque compuesto en su mayor parte de altos cedros.
Cuando llegaron a este punto, a Alicia la embargó una ligera aprensión en su pecho, un sentimiento de inquietud, tal vez de alarma. Había algo en el ambiente que le robaba el aliento. Se percató de que las demás chicas también lo sufrían, no sólo por su silencio, sino por sus rostros lúgubres. Incluso la que hizo la propuesta en primer lugar, parecía resignada. Tal vez sólo lanzó el reto sólo para verse valiente, sin esperar que nadie la secundara. Lo cierto es que, con la excepción de Alicia, que caminaba motivada por la curiosidad, a las demás sólo las impulsaba el orgullo de no quedar como cobardes.
Era temprano, no pasaban de las dos de la tarde, el sol brillaba en el cielo, pero el bosque se las arreglaba para lucir tétrico y asfixiante de todos modos, y ese sentimiento aumentaba conforme se reducía la distancia entre ellas y la casa.
Finalmente llegaron hasta la verja, donde no permanecieron más de quince minutos, y eso porque Alicia les pidió permanecer más tiempo. Las otras chicas se apresuraron a tomarse fotos que compartirían más tarde en sus redes sociales cual trofeos obtenidos por su audacia. Alicia por su parte no tomó ninguna fotografía ni participó en las bromas infantiles de sus compañeras, ella se limitó a permanecer de pie, de frente a la casa, con las manos en las barras de la verja, mirando con fascinación la antigua edificación.
Había alguien en la ventana. En una de las estancias, debajo de aquellos extraños conos que hacían de techos, se recortaba una figura humana. Alguien las observaba desde lo alto. Aunque estaba demasiado lejos para decirlo con precisión, la forma de la silueta le recordó a un frondoso vestido, por lo que dedujo se trataba de una mujer.  
Hizo el anuncio a las demás y tuvo cuidado de no perder de vista la ventana, temiendo que en un clásico cliché de película de horror, la figura misteriosa fuera a desaparecer y la tomaran por loca. Pero no fue así. Todas la vieron y lejos de considerar aquello como una cereza sobre el pastel de su aventura de Halloween, se pusieron rígidas y nerviosas.
Esta vez, a nadie importó lo que opinara Alicia, las chicas estuvieron de acuerdo en marcharse cuanto antes y aunque aún faltaban varias horas para que oscureciese, apuraron el paso como si temieran que en cualquier momento alguien o algo saliera de la casa para ir tras ellas, o que los mismos árboles del bosque las atacaran. Incluso Alicia, que estaba maravillada con la casa, sintió esa premura en su pecho. Era como si la persona que estaba en la ventana, pese a estar a muchas decenas de metros de distancia, aún pudiera verlas.
Sin embargo, a diferencia de las demás, Alicia no sentía total disgusto por aquel sentimiento de acoso, que no era otra cosa más que miedo. Le gustaba. Era parecido a lo que sintió aquella vez cuando, junto a sus padres (antes del divorcio), visitaron una cueva en lo alto de un monte. Un paseo turístico que te llevaba por cavernas y grutas, donde había manantiales y rocas húmedas con formas extrañas.
En aquel recorrido hubo un sitio al que llamaron “La mansión de los murciélagos” y hacía total honor a este nombre. Una boca oscura, sin fondo, donde el único sonido además del sonoro eco de las pisadas, era el murmullo apagado de millones de chillidos agudos. En un principio Alicia pensó que el techo se movía, que estaba vivo, pero luego cayó en cuenta de que la gran bóveda estaba tapizada en su totalidad por infinidad de pequeños seres alados.
A la cueva, el turista podía adentrarse hasta donde el valor le permitiera y sólo algunos audaces traspasaban la frontera de la oscuridad absoluta. La valla protectora estaba más allá de donde nadie se había atrevido jamás, decían los guías. Alicia y sus padres, cada uno tomándole de una mano, caminaron lentamente hacia la oscuridad. Le pidieron que fuera ella quien dijera “hasta aquí, volvamos”.
Alicia (de ocho años en aquel entonces) estaba aterrada, temblaba. Pensaba que más allá de donde terminaba la luz, podrían ser presa de los monstruos con alas y tal vez de alguna otra criatura que no estaba a la vista. Sin embargo, no podía dejar de caminar. Cuando su madre le preguntó si ya era suficiente, apenas la escuchó; tampoco se percató de que la presión que sus progenitores ejercían sobre sus manos iba en aumento y que sus dedos se humedecían cada vez más. La pequeña Alicia tenía miedo, sí, pero también quería saber qué había más allá y tal vez, dar un vistazo rápido a la criatura oculta tras las sombras. Finalmente fue su padre quien dijo “hasta aquí, volvamos”.
La experiencia fue aterradora, espeluznante, pero lo que vino después fue bastante interesante. Una especie de energía que recorrió todo su cuerpo, algo que no podía describir. Por alguna razón la única palabra que venía a su mente era: delicioso.
Si bien la casa ejercía ese tipo de atracción magnética sobre ella, había otra razón mucho más poderosa que la motivó a encaminarse por cuenta propia a través del fantasmagórico bosque hasta el pie de la oxidada verja. Ese algo (esa palabra) accionó de manera inmediata todo el mecanismo de su implacable curiosidad, apenas fue pronunciada por aquella niña cuyo nombre no lograba retener.
Bruja.
Era su disfraz predilecto de Halloween; llevaba cuatro años seguidos usándolo. El vestido cambiaba, naturalmente, pero el sombrero era el mismo. Lo amaba, era un regalo de su madre y fue precisamente ella quien le habló en primer lugar sobre las hechiceras, aunque su padre (antes del divorcio) nunca lo aprobó. 
–No me parece que sean historias apropiadas para una niña –escuchó decir a su papá en alguna ocasión, con voz apagada, desde el otro lado de la pared.
–Son solo cuentos infantiles que me contaba mi abuela –respondió su madre. –No le estoy hablando de la Inquisición ni nada demasiado perturbador.
–Es que no lo estás viendo desde el punto de vista de una niña. Para ella seguramente es perturbador.
–Exageras, como siempre.
La verdad es que algunas de esas historias sí inquietaron a Alicia al grado de provocarle pesadillas, como aquella de la bruja que habitaba en una casa hecha de dulce y cuya actividad favorita era comer niños; o la otra, donde una joven y hermosa hechicera se transformó en una apacible ancianita para ganarse la confianza de una ingenua princesa, a la que regaló una manzana envenenada. Sí, le provocaron pesadillas que le hicieron despertar en medio de la noche y recoger los pies bajo las sábanas más de una vez, pero también le parecieron deliciosas.
Por supuesto, su madre también le contaba cuentos sobre brujas buenas que defendían a estúpidas doncellas de la crueldad de sus madrastras, o regalaban zapatillas de rubí a niñas bobas que se habían perdido, pero esas historias le aburrían. Había algo que no cuadraba desde su punto de vista; algo que le producía sospecha y le olía a mentira. ¿Qué ganaban las brujas buenas ayudando a los demás? ¿Por qué lo hacían? ¿Sólo porque sí? ¿Sólo porque son buenas y punto? Alicia no lo compraba. Y si acaso era cierto, entonces eran tontas. Las brujas malas, por otra parte, siempre eran claras en señalar lo que buscaban y por qué lo hacían; ser bellas por siempre, eliminar a sus enemigos, ganar el poder absoluto sobre algún reino, o (por qué no) comer niños. Por nefastos que fueran sus propósitos, al menos eran honestas en admitir que querían algo.
Su madre a menudo le decía que desde niña siempre había soñado con ser una bruja buena. La verdad era que Rebeca (llamaba a su madre por su nombre, por mucho que le molestara) a veces le parecía algo boba. Especialmente después del divorcio.
El graznido de un ave sacó a Alicia de su ensueño y decidió que ya había transcurrido demasiado tiempo de indecisión. En un solo acto, empujó la oxidada verja y avanzó con determinación por el sendero empedrado en dirección al gran porche. Caminó con lentitud, atenta a cualquier ruido que pudiera venir desde la casa o quizá desde atrás de alguno de los horribles árboles que la rodeaban. Escudriño atentamente todas las ventanas del edificio, en busca de aquella silueta que vio dos días atrás, pero no había nada; no obstante el sentimiento de ser observada era muy fuerte. Sentía además una creciente sensación de fatiga, como si con cada paso que daba, un poco de su fuerza se evaporara o fuera absorbida por la propia casa.
Un torbellino de hojas secas la envolvió de pronto, produciéndole un estremecimiento. Sus mejillas estaban a tono con su delgado suéter, que no lograba protegerla de las gélidas caricias del viento, por más que ella se recogía. A la voz interna que insistía en que corría peligro y debía regresar, se sumó otra que señalaba que podría enfermarse por no estar propiamente abrigada, sin embargo, sus pies no dejaron de moverse, algo más fuerte que su voluntad la impulsaba.
Llegó al fin del sendero empedrado, donde la inquietud la abordó de nuevo y tras par de minutos de vacilación, finalmente subió los cuatro peldaños que conducían al porche. Era amplio y en sus mejores tiempos debió ser bastante agradable. El número de macetas secas era incontable; algunas en el suelo, otras en las cornisas de las ventanas y algunas más colgando del techo. Había además un par de viejas mecedoras que lucían despintadas y astilladas. Pero lo más interesante, de lejos, fue la imponente puerta de madera frente a ella y su terrible aldaba: una grotesca cara demoníaca con un aro de metal en la boca. Alicia estaba maravillada con estos detalles y esa extraña sensación de deliciosa energía se apoderó de su cuerpo.
Sin embargo, fue en ese momento que le vino una pregunta a su mente. Una terrible cuestión que insólitamente no se había parado a meditar antes: ¿Qué haría a continuación? ¿Cuál era el plan en primer lugar? Volver para tener una mejor vista de la casa sin la presión de las estúpidas chicas del barrio era claramente el primer propósito; explorar el área y tal vez entrar al patio era una posibilidad. Pero nunca se visualizó a sí misma de frente a la puerta de la residencia. ¿Qué hacer ahora?... ¿Llamar?... ciertamente, esa aldaba invitaba a hacerlo…
Por el rabillo del ojo vio que algo se movió a su derecha. Le produjo un sobresalto, pero al girar y ver lo que había sobre una de las viejas mecedoras, una expresión de fascinación iluminó su rostro.
Más negro que la noche, de hipnotizantes ojos verdes como esmeraldas y brillante pelaje de apariencia sedosa; el gato la observaba fijamente desde su posición sin mostrar una pizca de miedo o siquiera inquietud por ella. Antes parecía mirarla con desdén y arrogancia.
Ni siquiera el sonido de oxidados goznes rechinar la arrancó inmediatamente de la poderosa mirada del felino, pero el alma casi escapa de su cuerpo cuando cayó en cuenta de que la puerta frente a ella se estaba abriendo.
Bajo el elegante pero gastado dintel, apareció una anciana mujer con duro semblante. Estaba algo encorvada y en su enorme nariz lucía una repulsiva verruga con numerosos vellos; uno de sus ojos estaba blanco en su totalidad y su boca era una horrible maraña de arrugas. Vestía completamente de negro, desde sus botas con hebilla doraba; su larga y frondosa falda; esa especie de chaqueta ajustada y el raído chal que la cubría. Pero lo más llamativo, aquello que dejó boquiabierta a Alicia, fue el largo y puntiagudo sombrero de ala ancha.
–Por un momento pensé que nunca reunirías el valor para entrar –dijo la mujer con voz severa. –Pasa. Te estaba esperando. 



***
Había polvo y telarañas por todo el lugar; los muebles eran antiguos, astillados y había por doquier pilares de libros amarillentos, con títulos extraños que más bien parecían ser palabras en otros idiomas. Dominaba un aroma a viejo, a humedad, a hierbas. En la estancia principal, donde Alicia se encontraba, un enorme cuadro pintado al óleo acaparaba toda la atención. La figura del retrato no era desconocida para nadie en este mundo y la niña la miraba azorada.
Torvo semblante, despiadada mirada, siniestra sonrisa y larga barba negra; piel roja, largos cuernos, torso musculoso, pesuñas por pies y un largo tridente a manera de cetro. Detrás de este ser, un abismo de llamas se extendía hacia el interior infinito de la pintura. En las paredes de aquel remolino de fuego, había pequeños demonios que bailaban alegremente mientras  picoteaban con trinches a personas de caras tristes.
Con dificultad, la longeva mujer se dirigió hacia un gran sillón de alto respaldo donde se dejó caer liberando hacia los lados una densa capa de polvo.
-¡Lucifer! ¡Ven acá, mi amor! –gritó con voz cansada de anciana y el gato negro que Alicia había visto en el porche se posó sobre sus piernas. –¿No es un belleza de minino? Jamás se separa de mí y nunca lo verás solo –señaló acariciando al animal. Con un movimiento de mano, indicó a la niña que tomara asiento en un sofá cercano.
Alicia tardó un momento en reaccionar y obedecer, pues en esa habitación había tanto que atrapaba su atención como, por ejemplo, la calavera con una vela adherida en la cima que estaba sobre la mesita de lectura a un lado del sillón; o la larga y antigua escoba que descansaba en una esquina del recinto; y por supuesto, el cónico sombrero de su anfitriona.
–¡Pero qué hermosos ojos tienes, niña! –dijo la anciana –Hacía tanto que no miraba ojos color avellana. ¿Te los heredó tu padre o tu madre?
–Mi madre –respondió Alicia tras un momento de titubeo. Su voz era débil, lejana; se sentía como en un sueño.
–¿Cómo te llamas?
–Alicia.
–Nos alegra que hayas venido, Alicia, teníamos muchas ganas de conocerte. Mi nombre es Dominica y éste minino tan guapo que tengo aquí es el viejo Lucifer, mi fiel amigo…
–¡Es usted una bruja! –soltó de pronto la niña que en realidad había querido formular una pregunta, pero no pudo evitar que sonara más bien como una acusación. Por respuesta, la anciana emitió una larga y tenebrosa carcajada que no podía ser otra cosa más que una afirmación a la pregunta. Después, con un movimiento de su mano, pareció indicarle a la niña que se dejara de obviedades.
El estridente sonido de la risa hizo que Alicia entrara en estado de alerta, y como si despertara de un profundo letargo se preguntó qué hacía en aquel lugar y cómo había consentido en llegar tan lejos. ¿Por qué había accedido a entrar en la casa en lugar de correr como alma que lleva el diablo cuando la bruja abrió la puerta? Un familiar chillido agudo fue la única respuesta que obtuvo, pero no vino de lo profundo de sus recuerdos, sino del interior de la casa. En algún lugar había murciélagos.
–¿No irá a comerme, verdad? –La voz de la niña casi se quiebra al final de su cuestión. La bruja emitió otra extendida carcajada.
–Hace tanto que no pruebo la dulce carne de un niño ¿Verdad que no, Lucifer? Pero no te preocupes, no suelo comerme a mis hermanas.
–¿Hermanas?
–Ya te lo dije, te estaba esperando. Sabía que volverías y deseaba que así fuera. Te vi hace un par de días desde la ventana y supe de inmediato que no eras una niña común y corriente. Después, mi bola de cristal me confirmó lo que ya sospechaba. Tienes en tu interior un gran poder que no sospechas.
–¿Yo?... ¿me está diciendo que soy una bruja? –Una risilla nerviosa escapó de sus labios. El sentimiento de deliciosa energía comenzaba a desaparecer y en su lugar arribaba otro infinitamente más sublime: simple y llana emoción. –No lo creo. Soy sólo… una niña normal que va al colegio y...
–¿Y entonces qué haces aquí? –El semblante de la mujer se endureció. El gato a su vez pareció mirarla con desaprobación.
–Yo… no lo sé…
–No lo sabes, eh. ¿Has escuchado, Lucifer? La niña de ojos bonitos no sabe qué hace aquí. Bueno, si no es una bruja, entonces nos la comemos. ¿Te apetece, Lucifer, comerte esos ojitos color avellana? Guisados con ajo seguramente quedarán deliciosos, ¿no crees? O mejor aún, hervidos como huevos duros.
Alicia comenzó a ponerse rígida en su lugar. El sonido de un aleteo a su derecha le puso los pelos de punta, entonces se percató de que había una jaula colgando en un rincón y dentro de ella, un murciélago. No era de sorprender que no lo viera antes, había tantas cosas en esa habitación que resultaba difícil asimilarlo todo.
–He venido porque me gustó su casa –dijo Alicia con voz trémula –Me parece… muy bonita.
–No. Eso no es verdad –estipuló la anciana. –Puedo oler la mentira, sabes. El hedor es inconfundible, se parece un poco al de la leche pasada. Y tú, niña, apestas a mentirosa. ¡Espléndido! A Lucifer le gustan las mentirosas. ¿Verdad que sí Lucifer? –Cada que le hablaba al gato, volteaba a verlo y hacía ese tono de voz que solo una anciana hace a su minino. 
–Las niñas del barrio me dijeron que aquí vive una bruja –confesó finalmente Alicia.
–¿Y tú les creíste?  
Alicia quedó en silencio.
–Por supuesto que les creíste –dijo la anciana mirándola fijamente con su ojo bueno –Lo hiciste porque supiste que era la verdad apenas lo dijeron y por eso estás aquí. Toda tu vida te has sentido atraída por la oscuridad y sus misterios, ¿no es cierto? Toda tu vida has percibido el llamado de algo que no sabes lo que es, pero que está ahí, insistente, poderoso. Siempre has sabido que no perteneces al lugar donde naciste ¿Me equivoco?
Las piernas de Alicia temblaban e inconscientemente se mordía las uñas, sin embargo hizo un esfuerzo por tratar de relajarse y escuchar atentamente. La anciana le habló largo rato sobre cómo descubrió ella misma que tenía el don de la magia y le contó experiencias de su lejanísima infancia que la hicieron identificarse plenamente. Le habló de la falsedad e hipocresía de la Iglesia Católica y de cómo descubrió en el Príncipe de las Tinieblas la verdadera libertad de ser ella misma y obtener todo cuanto quería.
El infierno es para los rechazados de Dios, no para los hijos del Diablo, le explicó. Satanás, afirmó Dominica, también ofrecía la posibilidad de una vida eterna, pero no en el aburrido cielo, donde uno debe portarse impecablemente como cuando se está en misa, a riesgo de ser expulsado a las llamas eternas, no, Él ofrece la oportunidad de vivir aquí mismo, en la Tierra, para siempre y eternamente joven.
–¿Todos las brujas son jóvenes por siempre? –cuestionó Alicia mirando con suspicacia la ceniza melena de Dominica y la espantosa verruga en su desproporcionada  nariz.
–No, por supuesto que no –respondió con rigidez –Sólo algunos privilegiados consiguen ese gran secreto.
–¿Qué le pasa entonces a las demás brujas cuando mueren?
–¿Ves a esos pequeños demonios que lastiman las almas rechazadas por Dios? –dijo señalando al cuadro en la pared. –No la pasan mal, se divierten todo el tiempo, pero no hay nada como la vida y los placeres de que gozamos ahora. Eso lo entenderás después, cuando crezcas un poco más.
Dominica le contó entonces que muchos años atrás conoció a un poderoso hechicero que buscaba el gran secreto de la inmortalidad. Se trataba de un hombre de profundos conocimientos y habilidades legendarias, al que se refirió simplemente como: el Sabio. Este hombre, al ver por primera vez a la joven Dominica, se percató de inmediato de su inmenso poder y quiso acogerla como su aprendiz.
–Somos hermanos, me dijo el Sabio; por nuestras venas corre la sangre de Caín.
–¿Caín el de la quijada de asno? –preguntó Alicia con una ceja levantada.
–Ya te hablaré más a fondo sobre él –respondió Dominica con indulgencia, como si perdonara una blasfemia en boca de un ignorante.
El hechicero le dijo a su nueva aprendiz que la única manera de alcanzar el gran secreto de la inmortalidad y la juventud eterna era precisamente reuniendo a más como ellos. Doce hermanos de sangre, para ser precisos. Además de una serie de elementos e ingredientes esenciales para elaborar la pócima mágica. Sin embargo, la búsqueda se prolongó más de lo anticipado y sólo habían reunido a once brujos. Ahora, tenían el tiempo encima, pues muchos de ellos, eran ancianos como Dominica y el Sabio.
–Tú eres la número doce, Alicia. El Diablo me lo ha susurrado al oído, pero además me lo dicen las entrañas.
–Pero sólo soy una niña –replicó Alicia con frustración. –No sé nada de magia o brujería.
–Sí, sólo eres una niña ahora, pero serás una gran hechicera cuando crezcas. Has llegado en el momento correcto; eres lo suficientemente mayor para entender y lo suficientemente menor para creer, y me ha tocado a mí ser tu maestra. En sólo diez o quince años, como mucho, haré de ti la más poderosa de las brujas. Debes venir a vivir conmigo cuanto antes; debemos preparar tu iniciación, llamar los demás para que te conozcan…
–Pero no puedo venir a vivir con usted… ¿qué hay de mi madre?
–¿Y tú crees que tu madre puede detenernos? ¿Acaso crees que me importa lo que ella opine? Viviremos por siempre, Alicia. A tu madre la olvidarás en un par de meses, pero tú vivirás cientos de años más. Ahora eres tan sólo una niña y no entiendes lo que significa ser inmortal y recuperar la juventud, pero cuando crezcas, cuando tengas veinte años y pruebes los placeres de la vida, entenderás. Querrás ser así por siempre y podrás hacerlo. Tu madre no es ningún impedimento.
–Pero… ella no me dejará irme así como así. –Había profunda ansiedad en sus ojos avellanados, era una niña demasiado inteligente para saber la implicación de las palabras de la anciana, quien rio maliciosamente como si escuchara sus pensamientos.
–Lo sé, niña, lo sé. Por eso debes matarla. Ese será tu primer hechizo, ni más, ni menos.

***

Con la cabeza apoyada contra el marco de la puerta, Alicia contemplaba meditativamente la cama vacía de Rebeca, su madre; descubrió que una parte de ella (una parte muy pequeña) la echaba de menos.
Es verdad, Rebeca se había vuelto insufrible después del divorcio; todo el tiempo llorando, todo el tiempo lamentándose. Los cuentos que le contaba por las noches habían terminado hacía ya mucho tiempo, incluso antes de la separación conyugal, incluso antes de las peleas nocturnas, cuando pensaban que ella dormía.
Rebeca se creía la mujer perfecta, siempre con una sonrisa en su cara, siempre planeando fiestas aburridas, siempre manufacturando ridículos centros de mesa o tontas cortinas para la cocina; siempre cambiando las cosas de sitio, siempre con su actitud de princesa de cuento, tratando a su esposo como si fuera un príncipe. Alicia nunca olvidará la cara de fastidio de su padre por las mañanas, cuando Rebeca le servía el desayuno (dos huevos estrellados por ojos, con una sonrisa de tocino) y le abrazaba con fuerza, le daba un sonoro beso en la mejilla y le repetía lo mucho que le amaba.
–¡La corbata! ¡Me arrugas la corbata, carajo!
Sí, es verdad, Rebeca era fastidiosa, pero aun así la echaba un poco de menos. Sólo un poco. Esos panqueques con ración extra de miel y fresas, por ejemplo, ya no volverían. Dominica le dijo que ese sentimiento de añoranza que sentía hacia su madre era natural, propio de la condición humana, pero que pronto desaparecería. Lo único que tenía que hacer para dejar de extrañarla era recordar todas las cosas malas sobre ella.
Eso era fácil. ¿Por dónde empezar? Claro, su afición por participar en todas y cada una de las actividades de padres de familia del colegio; los bochornosos abrazos de despedida frente a la escuela; la manera en que la vestía y arreglaba, con vestidos tontos, como si fuera una muñeca; ese ridículo disfraz de hada madrina que Rebeca usaba cada Halloween (vestido blanco, corona y una varita mágica con una estrella en la punta); su insistencia en cantar villancicos en Noche Buena, aunque no hubiera nadie que los escuchara; la idiotez de intercambiar entre ellos mismos cartas de San Valentín… etcétera. Pero por mucho que le hastiaba la ñoña de antes, detestaba infinitamente más a la quejica que vino después. Todo era negro, todo era malo, todo le pasaba a ella. El dinero escaseaba y muy apenas podía costear la casa a la que se habían mudado en aquella nueva zona residencial. Pero todo fuera por no permanecer un minuto más en la casa de los mil recuerdos, el hogar donde se suponía que vivirían felices por siempre.
–Tu papá es un cerdo –le dijo una vez Rebeca con esa voz chistosa que hacía cuando tomaba vino. –Siempre le di todo, siempre lo complací. ¡En todo!... El muy degenerado. Y mira lo que me hizo, dejarme por una adolescente estúpida que bien podría ser su hija. Es una injusticia, sabes; los hombres se ven más interesantes a los cuarenta y nosotras cada vez más marchitas. Mi error fue haber sido tan buena esposa. No seas buena, Alicia; las buenas siempre pierden, nunca lo olvides. Las perras se comen toda la carne. Nunca esperes tu turno, Alicia, empuja a los demás y toma tu porción de felicidad; golpea, araña, arrebátale a alguien lo suyo si es necesario, sácale los ojos. Así es como se hacen las cosas en la vida... Pero sobre todo, cuídate de enamorarte de cerdos como tu padre.  
La verdad era que Alicia no le guardaba rencor a su padre por irse. Tal vez sólo un poco. Pero entendía que no era feliz, entendía que esas cosas pasan, entendía que todo cambia. Entendía que su madre era un cadillo entre las nalgas.
–Eres muy sabia para tu edad –le dijo Dominica en una ocasión. –Otra prueba de que no eres una niña normal.
Antes del accidente de Rebeca, Alicia no podía dejar de sentir algo de tristeza por ella. Le apesadumbraba lo trágico de su existencia y lo inevitable que parecía su destino de quedarse sola. Primero su esposo y ahora su hija la abandonarían. Era claro que no iba a dejarla ir así como así, por eso Alicia entendió que su maestra tenía razón: su madre debía morir.
Visitar la casa de la bruja durante los días siguientes a su primera entrevista con ella no fue un problema, pues Rebeca dormía toda la tarde después del trabajo y no se enteraba de nada. Después del accidente, fue incluso más sencillo; a veces Alicia pasaba todo el día con su maestra y volvía por las noches. Había perdido todo miedo al bosque, pues se sabía protegida.
En el sótano de la casa de Dominica, tan lleno de telarañas y cachivaches como la planta alta, la bruja tenía su gran caldero donde preparaba las pociones mágicas. El reducido espacio era iluminado por infinidad de veladoras negras y las paredes estaban repletas de repisas con centenares de frascos con contenían ingredientes como colas de lagartija, ojos de rana, corazones de cuervo, y por su puesto diversas hierbas y raíces, como ruda, mandrágora y belladona.
Alicia nunca olvidará la noche en que realizó su primer hechizo, aquel con el que se liberó de su madre para siempre.
Lo primero fue preparar una pócima. La niña tomó asiento en un viejo sillón, a un lado de un extraño esqueleto que parecía humano, pero tenía hocico, y observó atenta a su maestra lanzar conjuros sobre la mezcla que agitaba con un retorcido báculo. A un lado de la anciana, sobre una mesa, arrogante como siempre, estaba su fiel amigo Lucifer, que nunca perdió de vista a la niña. Dominica le pidió que le alcanzara los ingredientes de los estantes; en ocasiones le dijo que vaciara el contenido de los frascos sobre el caldero y repitiera algunas extrañas rimas. Cada que la pócima reaccionaba con un pequeña explosión, sonaba la estridente risa de su maestra. 
Después vino la parte más extraña. Los vapores de la pócima, explicó Dominica, servían para atraer a los demonios, los nigromantes que harían el trabajo; lo siguiente era pedirles que lo hicieran. El precio siempre es sangre, le dijo. Sacrificio.
Alicia tuvo que beber de un elixir mágico que la hizo sentir muy rara y luego quitarse la ropa. Debía permanecer hincada en el centro de una estrella que Dominica dibujó en el piso, rodeada de velas negras; después debió repetir algunas bizarras palabras que había en un libro que su maestra sostenía. Por último tuvo que hacerse una herida en la mano con una extraña daga y chorrear sangre sobre una prenda de su madre. No le costó mucho hacerse la herida, apenas le dolió.
–Ahora eres una bruja –le dijo Dominica.
El accidente ocurrió al día siguiente.
Rebeca salía de trabajar, conducía distraída como siempre, absorta en sus tristezas. ¿Fue la distracción lo que hizo que no se percatara de que la luz del semáforo era roja, o es que ella la vio verde por un acto de magia? Alicia jamás lo sabría.
Nunca imaginó que llegaría a extrañar a su madre y contemplando aquella cama vacía, perfectamente tendida, tuvo que admitir que quizá la echaba de menos un poquito más de lo que admitía.
–Ya me voy, mi amor –dijo de pronto la voz de Rebeca a su espalda, sacándola de su meditación. Jamás pensó que un “mi amor” pudiera sonar tan frío y menos en boca de aquella mujer; aún ahora, tras varios días desde el hechizo, la gélida mirada de Rebeca le aterraba.
El olor a perfume era intenso; maquillada y con aquella ropa juvenil, Rebeca parecía diez años más joven. Era bonita. Su castaña melena (que en ocasiones Alicia deseaba haber heredado, en lugar del negro azabache de su padre) lucía radiante y sus labios aparentaban más carnosos en ese color rojo intenso que nunca le había visto usar.
–No me esperes despierta, Alicia, llegaré tarde. Te veré por la mañana. –Rebeca le dedicó una falsa sonrisa.
La mentira apesta a leche pasada.
La mujer que había sido su madre durante doce años tomó su bolso y sin dedicarle una última mirada salió por la puerta principal de la casa. Afuera se escuchaba el murmullo de un motor en marcha que pronto fue sustituido por el rugido de una motocicleta alejándose y finalmente por un silencio sepulcral. Alicia sabía que Rebeca se fue para no volver jamás.
¿La luz del semáforo estaba en rojo o en verde? No importa, el caso es que Rebeca no hizo alto y al atravesar la calle, un motociclista se estrelló contra su automóvil. Afortunadamente, el tipo no venía tan de prisa y el golpe no tuvo mayores consecuencias. Aun así, Rebeca lo llevó al hospital donde estuvo en observación durante un día. En ningún momento ella se despegó de él. Era un hombre extranjero, apenas un año mayor que ella, guapo, interesante, misterioso, soltero. Un adinerado aventurero, un hombre de mundo; recorría en su motocicleta lugares exóticos.
La radiante Rebeca volvió, pero no para Alicia. Fue muy duro para la niña ver aquellos ojos extraños la primera vez. Alicia comenzó a sentirse como una huésped indeseada en su propia hogar; cada que se topaba casualmente con el rostro de la dueña de la casa, le aterraba la indiferencia, desdén e incluso hastío que había en éste. A veces le hablaba con aparente naturalidad, “ya está la cena, amor”, “es hora de ir a la escuela, hija”, pero eran palabras mecánicas, vacías. Se acabaron, desde luego, los panqueques y los incómodos abrazos afuera del colegio.
Rebeca comenzó a salir con el hombre de la motocicleta y cada vez volvía más tarde, a veces hasta el día siguiente. Alicia tuvo que aprender a cocinar y cuando finalmente se acabó la despensa, tuvo que comer en la casa de su maestra.
Una noche despertó de una terrible pesadilla en donde se veía a sí misma dentro de un caldero de bruja con agua hirviente, mientras su maestra se reía a carcajadas. No había dolor en el sueño, pero observaba su piel caerse derretida de sus huesos hasta quedar hecha un esqueleto. No supo si gritó o no al despertar, pero nadie acudió a consolarla. Lo único que escuchaba era el murmullo de conversación y risas en algún lugar de la casa. Rebeca y su nuevo amigo se divertían. Aquella noche lloró un poco. Sólo un poco. Lo último que recuerda haber visto antes de volver a quedarse dormida fue la silueta de un gato recortada en la ventana. No supo si fue sueño o realidad.  
Había sido un proceso doloroso, pero finalmente había llegado su fin. Su madre terminó de morir, se había ido. A Dominica no le gustó que Alicia suplicara tanto por la vida de Rebeca. Señaló que los sacrificios eran la mejor manera de jurar fidelidad al Príncipe de las Tinieblas.
–Te voy a conceder esto, niña, pero sólo por esta vez –había dicho la bruja –No debes ser buena, las siempre buenas pierden, nunca lo olvides.
El hechizo funcionó, su madre murió y Rebeca vive. Ahora es libre de amor materno y tiene la oportunidad de hacer una nueva vida. Una parte de Alicia se sentía contenta por esto. Ahora estaba lista para mudarse sin problemas a la casa de su maestra. Estaba lista para iniciar su vida como bruja.
Fue hacia su habitación y en una pequeña maleta depositó cambios de ropa y algunos de sus libros favoritos. Sobre su cabeza colocó su viejo sombrero de bruja; era una gastada baratija de plástico, pero por alguna razón le pareció apropiado usarla en ese momento tan especial. Una vez en el marco de la entrada principal, dio una última mirada a la casa, a su vida pasada, y finalmente cerró la puerta tras de sí.  

***

La noche era perfecta. Una amarillenta luna llena resplandecía majestuosamente entre delgados jirones de nubes grises. Bajo aquella luz, la antigua casa victoriana de tejado a dos aguas y techos cónicos, lucía más esplendorosa que nunca.
Una gran cantidad de autos de lujo se congregaban en el patio y llegaban más desde un viejo camino que atravesaba el bosque desde una carretera abandonada que ya no figura en los mapas. A pesar de eso, la desviación hacia el camino permanecía oculta y sólo aquellos que tenían previo conocimiento de ella, podían encontrarla.
En el interior de la casa, en la estancia principal, un grupo de hombres y mujeres, todos vestidos con túnicas negras, charlaban amenamente mientras bebían vino o champaña y degustaban bocadillos de caviar y paté de oca. En el centro de este recinto impecablemente aseado y amueblado con buen gusto, sobre el suelo se dibujaba un gran pentagrama con una vela negra en cada una de sus puntas. En la pared, el imponente retrato de Baphomet, una criatura con cuerpo de hombre, cabeza de macho cabrío y alas negras, contemplaba la escena con aspecto señorial.
Recibiendo a los asistentes en la puerta principal de la casa se encontraba Dominica, quien sonrió al ver arribar a su invitado más especial.
El obeso hombre maduro de semblante severo y barba de candado llegó hasta la puerta y extendió la mano para que Dominica pudiera besarla.
–Bienvenido, maestre –dijo ella con respeto. La mirada del hombre recorrió el cuerpo de la anfitriona. Pensó que aún lucía muy bien para su edad, y entallada en aquel vestido negro, su cuerpo parecía el de una mujer de cuarenta o incluso treinta años. Su largo cabello negro enmarcaba un rostro que, aunque con razonables arrugas, aún era jovial y hermoso. La nariz respingada, sus ojos negros tan llenos de inteligencia y su boca delicada. El hombre tuvo de improviso un vivo recuerdo de otro tiempo, cuando Dominica era una adolescente y él disfrutó plenamente de ella. No veía el momento en que la fiesta comenzara para dar rienda suelta a sus profundos deseos.
–Dominica, debo decirte que no estoy muy seguro de esto –dijo él hombre obeso encendiendo un cigarrillo. –Me refiero a esta casa. Ya no es el sitio aislado de antes. Me preocupa ese suburbio. Está demasiado cerca.
–Todo está bien, maestre –respondió ella con seriedad. –No tendremos ningún problema. Además, después de esta noche todo cambiará. Luego de tantos años, me parece correcto, o simbólico si lo prefiere, que la última ceremonia se desarrollase aquí.  Ya hablaremos después sobre dónde nos reuniremos en el futuro.
–Insisto, no me gusta. Pero confío en tu juicio. No habrías convocado de no tener todo bajo control. Y a propósito, ¿estás segura de tu hallazgo?
–Sí, maestre, beberemos sangre de bruja virgen, comeremos su carne. Su corazón será un precioso regalo para nuestro Señor. Todo está listo para la ceremonia.
–¿Quién es la número doce? 
–Ya la conocerás.
–¿Estás completamente segura de ella?
–Sí, será nuestra hermana incondicional. Desea lo mismo que nosotros.
–Siempre has tenido el don de ver dentro de la gente, de saber lo que desean. Espero que ese don tuyo no nos falle ahora, en un momento tan importante. Tengo toda mi confianza puesta en ti, Dominica. Espero, por tu propio bien, que esto funcione, el riesgo es mucho.
–Así será, maestre.
El hombre acarició con afecto el rostro de su compañera y se dispuso entrar en la casa. Sin embargo, algo vino a su mente y retrocedió.
–Otra cosa, Dominica, y esta vez te hablo como Raúl.
–Dime, Raúl.
–¿Qué has pensado sobre el papel que te ofrecí?
–Sabes lo mucho que me entristece que me ofrezcas papeles de anciana. Pero adoro a Shakespeare y tú eres muy buen director. Seguramente será un éxito. Además ya he estado practicando.
–Perfecto, ya hablaremos más a fondo después de la ceremonia.
El hombre finalmente entró a la casa y Dominica aprovechó para maldecirlo en silencio. Jamás osaría siquiera pensar de forma negativa sobre el maestre, pero Raúl era un imbécil. La sonrisa volvió a su rostro cuando arribó la motocicleta de Gustavo y su bella acompañante. Le parecía que hacían buena pareja.
Saludó al atractivo hombre con un amigable beso en los labios. A la hermosa mujer de pelo castaño la tomó por las manos.
–¿Has visto el noticiero esta mañana? –preguntó Dominica.
–¡Sí! Estoy feliz de que el cerdo esté muerto. –respondió la amiga de Gustavo.
–Lo tenía merecido. Y dime ¿estás lista?
–¡Sí! ¡Lo estoy!
–¡Perfecto! Tu iniciación será lo primero, después vendrá la ceremonia. ¿Estás segura de que estarás bien? ¿Tu pequeño corazón no te dará una apuñalada por la espalda, o sí?
–No será así, estoy lista, estoy segura. Jamás había estado tan segura de nada en mi vida.
Mientras hablaba, sus hermosos ojos avellanados sedujeron a Dominica, quien no veía la hora en que comenzara la fiesta para dar rienda suelta a sus más profundos deseos.  

2 comentarios:

  1. Todo un homenaje a la literatura clásica de brujas, pero con frases y giros argumentales que lo hacen ver como tuyo.
    Como siempre, una prosa impecable.
    Un saludo.

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    1. Gracias, Federico por tu comentario. Era esa la idea, un tributo a esos cuentos infantiles que luego resultan más oscuros que los de horror. Saludos.

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